Por María Isabel Puerto y Jerónimo Bolaños.
El barrio, lugar para detectar: qué puertas golpear, qué nos llevará a mundos y situaciones impensados, y desde qué experiencias mostrar lo real y agradable que puede ser el ser humano en son de cumplir un sueño continuo por cambiar el mundo.
Si te encontraras cruzando por la avenida del Río un viernes en la tarde, quizás dirigiéndote hacía Dosquebradas, o tal vez cruzando para llegar al centro de Pereira, nunca pensarías en atravesarte por San Judas, ni siquiera para tomar un atajo, a menos que “buscaras problemas”, o eso es lo que pensarías. Probablemente por desconfianza, por miedo, o hasta por seguir la corriente y el transitar de los demás autos, dejarías transcurrir todo tan lento como un bostezo, e ignorarías inconscientemente a la vendedora de arepas que te daría una grata bienvenida, el niño que al verte pasar montado en su bicicleta te haría una mueca, a un perro que camina distraído pero despreocupado, o al dealer que te ofrecería una ensalada, y comparar a aquel instante tan brusco y rápido con un estornudo.
En la parte baja de barrio San Judas, apodado “La Cola” por estar ubicado casi al final del Viaducto, se reprimía la tensión y curiosidad naciente del grupo mientras nos adentrábamos sin mucho afán. Unos conocían el sitio y ya lo habían transitado, pero otros, en desconcierto, no tenían idea de lo qué encontrarían. El temor que han estigmatizado en el barrio causaba actitud de precaución y alerta para ambas partes: nosotros, que al caminar, siguiendo al “Cucho” por el lugar, dejábamos huellas de inseguridad; y los habitantes del barrio, quienes plasmaron con rienda suelta su mirada en nosotros, desconfiando de la protección de su espacio. Las calles hablaron por sí solas; su gente es trabajadora y humilde, las calles se cubrían por las risas, charlas y jugarretas de los niños; por los murmullos y susurros de los observadores adultos, entremezclados con el imparable pero intermitente sonido del río que compartía parte de sus decibeles con el bullicio de los autos transcurriendo por el Viaducto que teníamos por techo, complementando así la rutina de sus residentes sin preocupación alguna.
El polvo del suelo acumulado se levantaba fácilmente con el pasar de las personas y el aleteo de las gallinas, de vez en cuando cruzaba una moto en bombas, o un taxi apresurado que nos hacía apartar de en medio de la calle por donde recorríamos el sitio, y de vez en cuando pasaba un transeúnte o algún niño travieso, que saludaba respetuosamente a Wilson con un “Que hubo, Chiqui”, que siempre respondía con la misma alegría. Mencionó un par de veces, con tono burlón, sobre el inminente evento que tomaría lugar dos días después. Cucho, con un gesto serio pero amable nos invitó a sentarnos en las gradas que daban directo a una de las gigantescas columnas que conformaban el Viaducto, permitiéndonos presenciar la majestuosa obra desde la parte inferior. Entre sorbos de gaseosa y caladas de humo, se llevó a cabo la charla que resumiría el éxito de nuestra propuesta, la cual es aceptada gustosamente por Wilson y el colectivo al que pertenece.
El historial de muertes del barrio, el origen de la canción, y la semiótica de su lírica fueron explicadas por Wilson mientras nos contextualizaba con un recorrido hasta la escuelita vacía que habían tomado como oficina. El amplio lugar lucía acogedor, incluso teniendo en cuenta el superficial desgaste y suciedad que se veía por doquier. Respondió un par de llamadas, caracterizadas por su velocidad para cambiar de temas, o charlar tan cómicamente como un diálogo salido de un guion.
Repetimos varias veces la conversación en la cual organizábamos un ordenado horario de trabajo que nos brindaría la efectividad necesaria para acabar el videoclip lo más pronto posible, cosa que claramente no fue posible de realizar. También surgió la idea del evento principal: una fogata que posteriormente sería usada para preparar el “canelazo”, acompañado de un concierto donde El Cucho, Horse y Guzmán (los 3 raperos y compositores de la canción) cantarían su icónico tema en medio de toda su gente, su familia.
En la parada final del encuentro pre-planeado con Wilson, y programada desde el instante en que llegamos a San Judas, una señora, de no menos de 40 años, con delantal blanco, relativamente sucio, nos recibió con sudor en la frente, manos arrugadas por el humo y el carbón, el ceño fruncido, y una pequeña sonrisa al ver a Chiqui, dándonos así la bienvenida para comer de las arepas que estaba recién poniendo en la parrilla caliente frente a ella, o de las empanadas calientes que tenía bien colocadas en la vitrina del esquinero puesto. Todos optamos por empanadas, a excepción de algunos que eligieron comer ambos, y otros quienes esperaron por una segunda ronda de empanadas para poder repetir más de una vez, finalizando nuestro primer encuentro con Wilson Zuluaga, de una manera amigable, lleno de ideas, promesas y esperanzas para un proyecto que podría llegar a mostrar la buena mirada que tiene esa pequeña parte, donde nace su universo.
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